septiembre
2005 Éste es un recuento muy personal de algunas cosas referentes a mi pequeño papel en los orígenes de la Física como actividad científica en la Universidad de Chile (como ven, parto suponiendo talvez con soberbia que tuve alguno). Es un relato basado exclusivamente en lo que recuerdo de memoria, ya que, por razones ajenas a mi voluntad que no viene al caso detallar aquí, no conservo ninguna documentación y sólo unas pocos fotos de las muchas que tomé. Por ello, no podré ser muy preciso en cuanto a fechas, y puede que me equivoque en algunos nombres y lugares. Pido desde ya disculpas por cualquier error que cometa, y me comprometo a rectificar con gusto todas las informaciones equivocadas o inexactas que me hagan notar. Egresé de la entonces enseñanza secundaria (hoy llamada media) por allí por el año 1952. Recuerdo que, fuera de saber que era bueno para las matemáticas y malo para la historia, no tenía idea de qué quería o podía hacer con mi vida. Me parece importante destacar que, para mí, la física (así la sentía, con minúscula) había dejado de existir tres años antes, cuando en clases me enseñaron a repetir una cosa que llamaban el Principio de Acción y Reacción, formulado más o menos así “A toda fuerza de acción se opone siempre una fuerza de reacción igual y contraria”. Lo que me dejó pensativo por un buen rato, hasta que finalmente pregunté al profesor: “Pero si esto es así, ¿cómo es posible que un cuerpo se ponga en movimiento?”, recibiendo la respuesta que me hizo despreocuparme de la física: “Es que este principio sólo se aplica a los cuerpos en reposo”. Pensé que no valía la pena gastar tiempo estudiando tonterías de ese tipo. Me tocó rendir un Bachillerato (la prueba de selección universitaria de ese tiempo) que produjo puntajes más bien bajos en el área de las ciencias exactas, y me las arreglé para obtener un puntaje que, sin ser alto en términos absolutos, me colocaba por encima de “el montón”. Siguiendo los consejos de mis amigos, y los deseos de mi padre y de mi abuelo paterno, postulé a Ingeniería en la Universidad de Chile, donde quedé aceptado. Mis primeras semanas de clases en 1953 fueron una pesadilla. Pasaba de un régimen muy relajado en el colegio, en que me acostumbré a obtener buenas notas sin estudiar mayormente, a un régimen que era casi nazi, con un nivel de exigencias sumamente elevado. Recuerdo que mis compañeros más experimentados (todos repitentes, ya que según me enteré no era lo usual aprobar el primer año a la primera vez) decían que los terribles no eran los profesores, sino que los que usaban el chicote, en especial uno que llamaban “el perro Rapaport” (perdón, Jacobo, pero no es invento; para tu consuelo, no eras el único al que llamaban “perro”). Pronto llegaron las muy precarias notas que obtuve en las primeras pruebas, que me bajonearon bastante. Para completar el panorama, me encontré en un ambiente de feroz competencia entre los alumnos, entre los que nunca vi manifestarse una virtud que sí tenían mis compañeros de colegio: el compañerismo. Resultado: a mediados de año decidí que mejor me buscaba otra cosa que hacer; Ingeniería no era para mí. Una de mis buenas amigas estudiaba en una cosa que llamaban el Pedagógico (de la Chile), y me habló maravillas de lo que pasaba allí. A falta de otra cosa mejor, y sin tener muy claro si quería dedicar mi vida a ser profesor (mi padre lo fue), llegada la época postulé a Pedagogía en Matemáticas, quedando aceptado. Antes de una semana de clases, en 1954, todos descubrimos con horror que no existía en ese momento la Pedagogía en Matemáticas, sino que sólo en Matemáticas y Física. Muy a disgusto, tuvimos que empezar a asistir a clases y laboratorios de Física. Contra lo esperado, fui descubriendo que lo que enseñaban en esa asignatura impuesta tenía sentido, y hasta belleza. Con el correr de los años descubrí que tuve la suerte de caer por allí cuando una brigada de idealistas había vivido hacía muy poco lo que algunos llamaban “la revolución del Sears” (un conjunto de libros que transformó completamente la forma de enfocar la Física y que, entre otras cosas, explicaba unas bellas Leyes de Newton que no tenían nada que ver con lo que repetí como loro en el colegio). Y así, guiado entre otros por un estricto y exigente Nahum Joel, un a ratos desconcertante pero siempre amable Darío Moreno, y un entusiasta Carlitos Rivera, verdadero amador de la Física, terminé enamorándome también de la Física y relegando a mis queridas Matemáticas a un papel un tanto secundario de imprescindible herramienta de la Física. (El orden en que están los nombres de estos verdaderos formadores es el alfabético de sus apellidos, aunque Nahum era el cabecilla no oficial del grupo. No puedo decir cuál me influyó más, ya que sus estilos eran completamente diferentes y por tanto me marcaron cada uno con su distintivo sello personal. Y no fueron los únicos, pero con este trío seguí muchos más cursos que con cualquiera de los demás). Y, sin darme cuenta, me encontré de pronto, a fines de 1958, a pasos de egresar y, para variar, sin tener noción de lo que quería o podía hacer, aunque debo confesar que no me atraía la idea de dedicar toda mi vida a hacer clases a nivel de colegio. Lo que consideraba poco probable, ya que como estaba entre los mejores de mi grupo (y de los demasiado pocos que se enamoraron de la Física), ya tenía algunas horas como ayudante en el mismo Pedagógico. A esas alturas, ya me había enterado hacía rato de que Nahum Joel era el cabecilla de un grupo que incluía entre otros a Hilda Cid, Isabel Garaycochea y Oscar Wittke (mismo orden alfabético) y que se dedicaba a una cosa misteriosa que algunos llamaban “cristalografía” mientras otros hablaban de “rayos X”. De lo que me enteré entonces por recado indirecto, creo que a través de Isabel, fue de la llegada desde Inglaterra de otro loco, llamado Enrique Grünbaum, que traía (figuradamente) bajo el brazo un aparato llamado “cámara de difracción de electrones”, y que andaba buscando un posible candidato a trabajar con él. Debo reconocer que tuve que estrujar mis muy incipientes conocimientos de Física para saber de qué estaban hablando con eso de la difracción de electrones. Pero cuando pregunté qué se suponía que tendría que hacer en caso de quedar aceptado, me lo presentaron todo muy lindo y muy fácil: “bueno, ayudar a montar el equipo, y luego a manejarlo, revelar fotos, ayudar en los experimentos, cosas así; además, lo que hagas lo podrás usar como tema para tu tesis”. Eso de revelar fotos me interesó, ya que nunca lo había hecho a pesar de ser muy aficionado a la fotografía. Como de todas maneras habría un período de prueba de algunos meses, me decidí a postular y quedé a prueba, me parece que con otro compañero que no recuerdo. Fui contratado antes de terminar el período de prueba, a partir de Enero de 1959. Por cierto que las cosas no fueron siempre ni tan fáciles ni tan bonitas (aunque lo del revelado de fotos sí, lo que llevó de yapa todo lo que me hizo aprender Isabel de la teoría del proceso fotográfico, como ayudante suyo en un curso que se dictó un par de veces). Tuve que aprender montones de cosas que no sabía, desde la Física que me faltaba, hasta soldar a la plata, pasando por el funcionamiento de equipos de vacío ... y por supuesto, difracción de electrones, cristalografía y otras yerbas. Enrique fue un excelente maestro, muy generoso ya que nunca se guardó una carta debajo de la manga, exigente pero nunca chupasangre, y siempre empujándome para que yo aprendiera a volar con mis propias alas. De hecho, fue él quien me convenció y me hizo los contactos para que fuera a estudiar a Inglaterra el año 1964. Lo de la tesis fue un trabajo experimental guiado por Enrique en que estudiamos el crecimiento de películas delgadas de cobalto por evaporación en alto vacío. Por lo que para mí pareció obra de magia, más bien a principios de ese período habíamos pasado del Pedagógico a la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas, así que terminé de vuelta en “Ingeniería” sin saber cómo ni cuándo. Mi trabajo de tesis se prolongó por alrededor de tres años, ya que cada nueva idea que se le ocurría a Enrique significaba diseñar y vigilar la construcción de algún artefacto nuevo, aprovechando el excelente taller mecánico de ese entonces y la pericia de Mario Escobedo, mecánico que a ratos parecía contratado a jornada completa para trabajar con nosotros. Pero valió la pena, ya que me significó titularme con distinción unánime; y culminó en un trabajo conjunto presentado por Enrique en un Congreso de Microscopía Electrónica en Estados Unidos, ambas cosas a mediados de 1962. Esos años iniciales en la Facultad fueron una época especialmente grata y bonita para mí. Había muchísimo compañerismo y convivencia entre la gente de Cristalografía (grupo al que pertenecíamos con Enrique) y también con la de otros grupos, al punto que varias veces hicimos paseos por el día a nivel de Departamento, con la participación de prácticamente todos, como muestran algunas de mis fotos. Se sentía en el ambiente una mística común, un sentimiento de “estar haciendo camino al andar”, en lo que participábamos todos, hasta los que estaban iniciándose como yo. Muy al inicio, ya en 1959, me tocó empezar a hacer clases en la Escuela de Ingeniería. Experiencia al principio agotadora, porque me esforzaba por emular a quienes me formaron, y en transmitir la mística que ellos me transmitieron. Pero que se fue haciendo más gratificante a la vez que exigente con el correr de los años, en la medida que la enfrenté con mi propia identidad. En otro ámbito, con Hilda Cid fuimos prácticamente los arquitectos que diseñaron el Laboratorio de Cristalografía que se construyó sobre el segundo piso del ala izquierda del edificio de Física (no recuerdo el año). Fue un agrado trasladarse a un local diseñado a la medida del grupo, aunque como se demostró en el terremoto de Tomé algo de parte activa en el Curso Latinoamericano de Cristalografía (tampoco recuerdo el año), y que estuvo a cargo de los que trabajaban en rayos X. Una linda experiencia que no se repitió. |